jueves, 18 de abril de 2019

Reseña y recordatorio a 50 años de su partida


Quién sabe en qué pensaba Julio Sosa el 25 de noviembre de 1964 a las tres y veinte de la madrugada, a metros de entrar en la mitología. Ajeno a las incesantes conjeturas que iban a sobrevivirlo, devoraba el asfalto de Figueroa Alcorta con su DKW Fissore rojo, tras una despedida de soltero. Tenía 38 años: aceleraba, sin saberlo, el último tramo de su vida. Algunos, como su amigo Leopoldo Federico, sostienen que debió esquivar un camión que salía de una estación de servicio a la altura de Mariscal Castilla. Tal vez tuvo una última imagen de la baliza montada en la estructura de hormigón, en medio de los carriles; tal vez no: un instante después entró en el misterio definitivo. Las horas posteriores dejaron, sí, algunas trágicas certezas: la trompa del auto alemán —con el que había posado sonriente para revistas del espectáculo— convertida en chatarra, el volante deportivo deformado por el golpe del cuerpo, la agonía de 30 horas en las que nunca recuperó la conciencia, el doctor Raúl Matera diciéndoles Está clínicamente muerto a su tercera mujer, Susana Merighi, y a sus amigos, la muerte completándose en el sanatorio Anchorena la lluviosa mañana del 26. Comenzaba el adiós a un ídolo popular que tenía apenas quince años de carrera en Buenos Aires, a un artista de origen pobre que —con alrededor de 200 temas grabados y un carisma extraordinario en vivo— estaba en la cúspide. El velorio comenzó en el Salón La Argentina, legendario local bailable de Rodríguez Peña 361. Pero la multitud obligó a que siguiera en el Luna Park, con colas que se renovaban bajo la lluvia, entre paraguas, lágrimas y desmayos. Hubo más de 100.000 personas. El cortejo fúnebre hasta la Chacarita duró 6 horas; la guardia de infantería dispersó con gases lacrimógenos a una multitud desbordada en el cementerio. Los medios de la época fueron unánimes: el sepelio del cantor uruguayo era comparable con los de Hipólito Yrigoyen, Carlos Gardel y Eva Perón. Después, los artículos se ramificaron en homenajes, indiscreciones y alegorías. Que el día anterior al accidente Sosa había cantado por radio Splendid La gayola (con su premonitoria “Pa’ que no me falten flores dentro del cajón”). Que, donjuan como siempre, transitaba por turbulencias sentimentales. Que solía abusar de la velocidad —ya había tenido dos accidentes de auto; en uno de ellos se había fracturado una pierna—. Que había bebido la noche del choque fatal. Que su viuda había soñado con esa muerte. En todo caso, ella pidió que el DKW fuera arreglado en un taller de Juan B. Justo al 2.300; vana intención de reparar lo irreparable. Julio Sosa había nacido en una casita de tablas y chapas: 2 de fe brero de 1926 en Las Piedras, Uruguay, a 20 kilómetros de Montevideo. Su padre, Luciano Sosa, peón rural, y su madre, Ana María Venturini, lavandera, lo llamaron Julio María. “Mi viejo era analfabeto y mi vieja, sirvienta. Siempre tuvimos un pasar humilde. Nos faltó de todo. Cuando debuté en Buenos Aires, me tuvieron que prestar un traje”, recordó él, mucho después, ya al resguardo de sus changas como lustrabotas, de repartidor de farmacia pueblerina o de vendedor ambulante. También fue marinero de segunda en la aviación naval, pero no resistió mucho tiempo la rígida disciplina. Todo fue precoz para él: la muerte y el amor, la desdicha y el éxito; la música. A los 14 años cantaba en el Café Parodi, de donde fue echado por ser menor de edad; a los 16 se casó con Aída Acosta; a los 18, se separó; a los 22 ya había cantado con varias orquestas y grabado cinco temas con la de Luis Caruso (Sur, entre ellos). A los 23, llegó a Buenos Aires: tenía fe en su voz y 4 pesos oro en el bolsillo. En junio de 1949 comenzó a peregrinar por modestos cafetines; debutó en el Los Andes, en Chacarita. Le ofrecieron 20 pesos por presentación y la comida con los mozos. En agosto, lo escuchó el letrista Raúl Hormaza. Le dijo que Enrique Mario Francini y Armando Pontier buscaban una segunda voz que acompañara a Alberto Podestá. La prueba fue en el teatro Picadilly. “¿Qué quiere cantar?”, le preguntó Pontier. “Tengo miedo”, respondió Sosa con suficiencia. “El tango Tengo miedo? ¿O tiene miedo de cantar?”, bromeó el bandoneonista. Sosa aprovechó la oportunidad de su vida. Esa misma noche acordó un sueldo de 1.200 pesos y consiguió ropa nueva. Empezaban los tiempos de éxito. Cuatro años después, tras una buena oferta económica, pasó a la típica de Francisco Rotundo. Pero en aquel 1953 comenzó a sufrir un problema en las cuerdas vocales; al año siguiente debió ser operado por el doctor León Elkin, especialista en nódulos de laringe. En 1955 volvió a la orquesta de Armando Pontier. En esa etapa, que duró tres años, grabó La gayola, Quién hubiera dicho, Padrino pelao, Martingala, Abuelito, Camouflage, Tengo miedo, Cambalache, Brindis de sangre, No te apures y Uno. “Todo lo que canto me gusta —aseguró El Varón del tango, ya famoso, ya bohemio, ya seductor, gracioso y recio, contradictorio, pintón, amante de las mujeres, el cigarrillo, la noche, el vértigo, los autos y las mascotas—. Jamás he interpretado una canción por compromiso. Estudio psicológicamente a los personajes de cada tango y me siento cada uno de ellos. Por eso digo que el cantor debe ser actor por naturaleza”. En 1960 decidió iniciar su etapa solista. Convocó a Leopoldo Federico para trabajar juntos. La dupla fue prolífica, triunfal: entre 1959 y 1964 grabó 62 tangos (María, Madame Ivonne, Volvió una noche, En esta tarde gris, El último café y Nada, entre otros), se presentó con enorme éxito en radio Belgrano —Federico era el director estable de la orquesta— y en infinitos bailes multitudinarios. “No comprendí en toda la dimensión quién era Julio Sosa hasta que actuamos por primera vez juntos —explicó Federico—. En un momento tuve que dejar de tocar, con el bandoneón temblándome en las rodillas. No podía creer lo que veía: Sosa se transformaba en el escenario. Tenía un poder de convocatoria y un carisma impresionantes”. El Varón del Tango, que tenía una hija de su segundo matrimonio, no se inquietaba por las corrientes nuevaoleras que parecían relegar al tango en los 60. Su poder de convocatoria se multiplicó con sus trabajos televisivos en ciclos como Luces de Buenos Aires, Copetín de tango o Casino. Con una carrera breve e intensa, el cantor uruguayo ya no tenía diques. Igual, él le atribuía su éxito al género en crisis. “Con el tango sucece como con el sol: a veces llueve, a veces está nublado, pero eso no quiere decir que haya desaparecido. Los otros ritmos no son más que nubes para el tango: fenómenos pasajeros”. A los clásicos que el público le pedía en los bailes les había incorporado —contra las sugerencias de su representante— tangos melódicos, algunos clásicos de otros cantores. Incluso y sobre todo de Gardel. Aunque a veces profesaba un humor picaresco, también tenía facetas cultas. Llegó a publicar un libro de poesía: Dos horas antes del alba (la hora en que tendría el accidente fatal). A sus giras se llevaba una linterna, para disfrutar de la lectura cuando el micro se quedaba a oscuras. El talento, la fama y acaso la muerte joven hicieron que Julio Sosa fuera comparado con Gardel. En junio de 1963, Sosa estuvo en la redacción de Clarín, en donde le preguntaron si no creía que se comerciaba con la memoria de El Zorzal. Contestó: “Pienso que a algunos se les fue un poco la mano. Por supuesto que no pongo en tela de juicio los merecimientos de “El Máximo”. Algunos lo ven como una veta inagotable. Y no creo que esa preocupación tenga por objeto conservarle el trono al gran Carlos. Porque es una utopía pretender igualarlo. Y porque los muertos son invencibles.”. Un año y medio después, en la esquina de Figueroa Alcorta y Castilla, Sosa se integraba, no sin enigmas, a ese selecto grupo de invencibles CINCUENTA AÑOS DE LA PARTIDA DE JULIO SOSA Lo llamaron El varón del tango por su voz grave, gruesa y la predilección por un repertorio orillero. Alguien dijo que era capaz de convertir cada tango en una trompada sentimental. Sin embargo, debajo de esa apariencia dura se escondía una personalidad romántica que reflejó en las 24 poesías recopiladas en libro que le dieron fama de tanguero culto, una calificación que siempre rechazó. Su muerte en un accidente de tránsito conmocionó al país hace medio siglo. Texto completo de ‘Varón, pa’ quererte mucho’, nota de Rafael Vaquero, seudónimo de Eduardo Rafael, publicada en el semanario El Equipo. “«Su muerte fue tremenda y llena de matices de leyenda: era una cena de despedida. Sosa jamás cantaba en reuniones. Pero esa noche sí. Y cantó tristes tangos que casi no se le conocían. Y él, que tenía una dicción perfecta tuvo que cantar nueve veces Aquel tapado de armiño porque no podía pronunciar ‘te lo pude al fin comprar’. Estuvo sorprendentemente cariñoso con sus compañeros: ‘Ustedes son mi familia’. (…) A los cinco minutos, ya solo en su coche, enfiló por la ancha avenida, exactamente sobre la línea demarcatoria. Un vigilante vio que se acercaba a 120 por hora a la baliza. Derecho, en línea recta. Hacia la muerte». Puede que el hecho haya ocurrido así. O no. Tal vez esa narración era el comienzo del mito. Edmundo Guibourg, que fue un maestro en eso, siempre ponía en duda lo que leía porque reconocía que los periodistas tenían facilidad para desarrollar una fértil imaginación. Apoyada en hechos reales la muerte del cantor Julio María Sosa dio para cualquier interpretación. Como la que acabamos de transcribir que pertenece a la revista Atlántida. (…) Julio Sosa era, en 1964, el intérprete de tango que más vendía. El sello que lo tenía contratado, Columbia, lo consideraba ‘artista de catálogo’, es decir, de venta inconmovible. (…) Siempre tuyo bien en claro lo que quería. Él decía, con voz grave, gruesa, un tango lento, ronco, orillero, irónico. Con olor a malvón y no a rosa. Los hombres lo escuchaban con emoción y algunos se iban rabiosos tras asombrarse por la bravura con que los cantaba. Además sabían que sus mujeres parecían enamorarse de ese mocetón ‘capaz de convertir cada tango en una trompada sentimental’. Uruguayo, nacido en Las Piedras, un pueblito a 26 kilómetros de Montevideo, llegó a Buenos Aires con dos pesos oro en los bolsillos, el 16 de junio de 1949. Al poco tiempo fue contratado para cantar acompañado por dos guitarras en el café Los Andes, de Villa Crespo. Le pagaban 20 pesos por noche. Después del reparto le quedaban 10 y la comida junto a los mozos, cuando terminaba la noche. De todos modos, ese comienzo sirvió para que un autor de letras, Raúl Hormaza, lo llevara ante Enrique Mario Francini y Armando Pontier. Lo contrataron y pasó a ganar $ 1.200 por mes. Debutó en el cabaret Piccadilly, en Corrientes al 1500, un lugar bien milonga donde se iba a bailar, no a escuchar. Muy pronto recibiría el espaldarazo definitivo. Una noche concurrió a Piccadilly Enrique Santos Discepolo. Cuando lo vio, Sosa le dedicó ‘la próxima interpretación’. Fue el tango Dicen que dicen, de Ballesteros y Delfino. Discepolín se conmovió. Cuando calló la voz, se levantó de la mesa, casi corriendo se acercó al escenario, lo abrazó, y le regaló esta genialidad: —¡Pibe, si lo hacés mejor te juro que está mal! Nunca, ni antes ni después, Julio Sosa recibió un elogio mayor. Fuerte, recio, con Francini-Pontier primero, con Francisco Rotundo después, otra vez con Pontier y finalmente con Leopoldo Federico, supo siempre aprovechar la vibración dramática de su voz. Se afirmó en el repertorio más reo de Celedonio Flores, Enrique Santos Discepolo, Enrique Cadícamo y en una serie de temas: (…) y sobre todo en el gran acierto de acoplar a los compases de La cumparsita los versos de Por qué canto así, de Celedonio Flores, para demostrar que lo de El varón del tango nunca fue una calificación exagerada. Venía de muy abajo. Jamás escondió sus orígenes. ‘Mi padre era analfabeto y mi madre fue sirvienta’, confesó en la recordada nota de Primera Plana. En febrero del 64 agrupó 24 poesías propias en un libro que se llamó Dos horas antes del alba. Le hicieron fama de hombre culto. Se indignó. ‘¿Yo, hombre culto? ¡Mentira! Mi universidad fue la calle. Es cierto que aprendí y hasta puede que haya llegado a comprender a Beethoven. Pero antes pasé por Canaro y no me arrepiento.’ Leía mucho, algo incomún en un cantor de tangos. Y escribía. Tuvo aciertos, como agregarle una introducción a la letra de los tangos que recitaba antes de comenzar a cantarlos. Y defectos: muchas veces cambió la letra original —unas pocas palabras— porque le gustaban o le caían bien otras. Su peculiar modulación hizo que en su voz los tangos de línea melódica alcanzaran la misma repercusión que los arrabaleros. Dejó grabados 142 temas. Será difícil encontrar uno que no guste. El mismo Sosa reveló el secreto: ‘Canto lo que siento y no me fijo si el autor es un amigo o no. Por la misma razón nunca quise escribir letras de tango, para no verme obligado a devolver favores’. Filmó una película con Hugo del Carril, Buenas noches, Buenos Aires y sus amigos dijeron que en 1965 esperaba romper la barrera de los diez millones de pesos. Los que lo conocieron bien aseguran que era desmedido para todo: para comer, fumar, para beber. Contaba chistes groserísimos en público y era capaz de tomarse de un solo trago una botella de Villavicencio. De él cabía esperar cualquier cosa: un insulto, un poema, un abrazo. El conocimiento de la muerte de Julio Sosa, aquella mañana del 26 de noviembre de 1964, produjo dolor y desconcierto. La difusión de la noticia se demoró una hora porque no se encontraba un lugar adecuado para el velatorio. (…) A las 2 de la madrugada Troilo, D’Arienzo y el diputado radical Reynaldo Elena solicitaron a Tito Lectoure la cesión del Luna Park para seguir velando a Sosa. Rápidamente se organizó un grupo de voluntarios y el cuerpo fue trasladado en una ambulancia. Corrientes abajo fue la gente tras su ídolo. El traslado a la Chacarita estaba previsto para las 15. ¡Doscientas mil personas hicieron que fueran necesarias 6 horas y 5 minutos para recorrer la calle Corrientes de punta a punta! Mientras el cuerpo de Sosa era depositado provisionalmente en el depósito Nº 7 —por lo desusado de la hora— la policía, a machete y gases, impidió que el público ingresara en el cementerio. Al día siguiente, los restos del cantor fueron trasladados, ahora sí, al Panteón de Sadaic y los diarios informaban del saldo del impresionante entierro: 70 personas atendidas en ambulancias de la Asistencia Pública, víctimas de desmayos por falta de aire o crisis emotiva, 4 personas detenidas y 8 policías —un oficial y 7 agentes— heridos. ¿Qué había pasado? El doctor Raúl Matera dio esta explicación: ‘Estuvimos frente a un claro fenómeno psicosocial. En la Argentina de nuestro tiempo hay vacancia de figuras señeras, de personalidades fuertes, de hombres que puedan traducir, políticamente hablando, toda la fe y toda la esperanza de un pueblo anhelante. Alguien tenía que llenar el vacío. Alguien o algo tiene que servir de escape’. Metido en su universo de tango y de tangueros, Aníbal Pichuco Troilo dio otra interpretación, mucho más simple y sentida: —¿Vos te creés que el que se fue era Sosa?… ¡No viejo! Nos fuimos, un poco, todos.”

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